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¿Y la política cultural, ‘apá?

 

Por Eduardo Daniel Ramírez Silva

 

Apreciable lector/a, sin temor a equivocarme, de seguro ya está harto o harta de todas las campañas publicitarias y comunicativas referentes a las elecciones que se llevarán a cabo el próximo 6 de junio del presente año. Al menos yo estoy asqueado de todo lo que circula en los medios de comunicación, convencionales y digitales, solo veo un espectáculo repleto de ridiculez y cinismo que subestima mi intelecto e imagino que el suyo también. ¡Basta de pan y circo al pueblo! Exigimos una clase política a la altura de las problemáticas y necesidades que padecemos como sociedad.

Déjeme le cuento brevemente una anécdota, la cual despierta mi ímpetu por escribir y compartirle mi opinión sobre qué es y cómo debe realizarse una política cultural. El pasado 18 de mayo del presente año, fui invitado a una reunión de Zoom para escuchar las propuestas de un candidato que busca la alcaldía del municipio de Zapopan. No niego que en su momento sentí cierta afinidad por algunas de sus propuestas, pero cuando le cuestioné acerca de su proceder metodológico, no obtuve una respuesta satisfactoria. El problema es que si alguien no tiene claras las formas, o al menos no las explica con transparencia, lo que propone no es más que humo.

Por lo anterior, en este artículo ofrezco una descripción y explicación sobre las políticas culturales: en qué consisten y cuál es su procedimiento metodológico para su diseño e implementación. Esto nos otorgará (espero) una óptica para analizar y evaluar las alternativas que se avecinan en estas elecciones, consideradas las más grandes de la historia, así, Dios mediante, se generará discernimiento y pensamiento crítico para tomar las decisiones  que usted, apreciable lector/a, considere acertadas, aunque el panorama electoral no se percibe muy alentador.

Entonces, primero es necesario definir cultura. Peter Berger y Thomas Luckmann (1968) la definen como: “Universo simbólico que se origina en procesos de reflexión subjetiva, los que, con la objetivación social, llevan al establecimiento de vínculos entre aspectos significativos que se arraigan en diversas instituciones”, esto se determina por el contexto y la estructura social, por lo que se construye desde una relación entre individuo y sociedad dentro de un determinado momento histórico.

Néstor García Canclini (2004) sugiere que la cultura es “un conjunto de procesos sociales de significación, de producción, circulación y consumo de la significación en la vida social. Define la condición del ser humano porque posibilita la explicación de lo que acontece en su entorno pero siendo agente activo de su construcción”. Ambas visiones, en conjunto, posicionan la cultura como un elemento crucial en la comprensión de la humanidad y su devenir, al corresponder con la capacidad de interpretar y simbolizar su entorno natural y social, a través de manifestaciones creativas e intelectuales por las que se transmiten ideas, prácticas y conocimientos que incluso constituyen parte de esa realidad.

El tejido cultural, por ende, se conforma de tradiciones, festividades, arte y lengua, estos elementos son los más evidentes, sin embargo, también hay que considerar las creencias, los ideales estéticos, valores, conductas sociales, códigos morales, la justicia, la cosmovisión, la expectativa de vida, las leyes, entre muchos otros. Estos componentes se someten al análisis como un conjunto de procesos políticos (los cuales se tornan, de igual forma, en pautas culturales creando con ello una paradoja) y movimientos sociales, lo que invita a transformar nuestras sedimentadas y viciadas matrices de lectura de los procesos socioculturales.

En ese entendido, las pautas culturales de un grupo social dentro de un determinado espacio, potencian en ciertas direcciones y, limitan en otras, la imaginación social en torno a los modos de actuar, percibir y significar. Para ello, nos remitimos a lo estipulado como derechos culturales en el ejercicio político, el cual no se excluye de realizarse viciosamente, incrustado en el tejido cultural configurado desde una postura hegemónica y dominante. Lo ideal sería que la trascendencia que posee la cultura yaciera en la dignidad humana. Sobre esto, el Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales dice que la incorporación de los derechos culturales dentro del marco de los derechos humanos “refleja y (re)configura los valores del bienestar y la vida socioeconómica y política de los individuos, los grupos y las comunidades”.

Entonces, el diseño y la implementación de la política cultural consiste en la protección y garantía de la vivencia plena de los derechos culturales que radican en las propias manifestaciones expresivas, como el mismo proceso en el que éstas se desenvuelven, sea éste individual o colectivo, caracterizando como partícipes a sus creadores y a la sociedad como beneficiaria.

Sin embargo, para llevar a cabo lo anterior, es necesario configurar el diseño de la política cultural a partir de un proceso de desculturización, con base en un diagnóstico que refleje la realidad inmediata sobre la cual se implementará la política cultural, puesto que  existen pautas culturales que ya no funcionan como un sistema de recetas verificadas; el límite de su aplicabilidad se encuentra en función de una situación histórica específica, como la que hoy sufrimos a raíz de la corrupción, la impunidad, la violencia, las desapariciones, la desigualdad y otros factores que han podrido el tejido cultural.

Desculturizar la cultura, según Víctor Vich (2014), sugiere una estrategia de pensamiento y acción que debe consistir en posicionar la cultura como un agente de transformación holística y que defina la condición del ser humano. A su vez, esto implica revelar las pautas que se han afianzado dañando el tejido y se aferran a una condición aparentemente inamovible. Dicha desculturización, desde lo político, se concibe como  un dispositivo que contribuye a la producción de la realidad social y además funciona como soporte de la misma.

Ahora bien, la política cultural, desde la perspectiva de Teixeira Coelho (2000), “es una ciencia de la organización de las estructuras culturales y generalmente es entendida como un programa de intervenciones realizadas por el Estado, instituciones civiles, entidades privadas y/o grupos comunitarios con el objetivos de satisfacer las necesidades culturales de la población y promover el desarrollo de sus representaciones simbólicas”. Por lo que, eventualmente, dichas necesidades culturales se asumen como derechos que deben protegerse y garantizarse, lo que conduce al bienestar.

Esto sugiere modos de organización y transformación (y desculturización) de la cultura y para ello se requiere de la aplicación del conocimiento empírico, es decir, haber estado en el campo de acción de una realidad social determinada, así como de un procedimiento metodológico. En ese sentido, la acción normativa debe regular la actuación de los diversos agentes mediante leyes y reglamentos, generales o específicos, según se requiera, en los diferentes niveles de gobierno, en los que impere una coordinación alejada de los intereses individualistas, y aquí es donde la puerca torció el rabo. Por otro lado, está la generación de condiciones e incentivos para que los agentes actúen dentro de un marco normativo. A través de ellos, la administración pública interpreta, o al menos lo intenta (o debería), los intereses sociales para reconocer áreas prioritarias o con desventajas frente a otras, lo cual fomenta el armado de una agenda política que estimule la acción de los particulares en esos campos. Bajo este supuesto, las instituciones gubernamentales proveen de bienes y servicios culturales con sus programas y proyectos, pero que esto no se malentienda como paternalismo, sino que este tipo de intervención adquiere un carácter compensatorio al realizar tareas que la propia iniciativa social no alcanza a cubrir para satisfacer las necesidades culturales y garantizar la vivencia plena de sus derechos.

Cabe señalar que el diseño y la implementación de políticas culturales deben realizarse por todos los agentes sociales: Estado, grupos comunitarios, el sector privado, la sociedad civil organizada, individuos, la academia, etcétera. Pues, si se formulan por un solo agente, terminará siendo una cuestión unilateral y descafeinada, es decir, su conformación obliga (en teoría) al Estado a comprometerse con la diversidad de agentes sociales, puesto que dependen de la realidad social donde se pretende trabajar; dicho de otro modo, del territorio concreto y del diagnóstico de las necesidades culturales. Por ello, las políticas culturales son el fruto de los cimientos sociales, de la mediación de todos los agentes sociales que conforman itinerarios y estrategias convergentes para lograr el último, añorado y tan alejado fin: el bienestar social.

Para Uriel Bustamante, José Luis Mariscal y Carlos Yáñez (2015), las funciones básicas de la política cultural son:

  1. Analizar e interpretar la realidad social-territorial y responder a sus problemáticas, necesidades y demandas.
  2. Fomentar, posibilitar y caracterizar la participación y la incorporación de grupos sociales para la acción.
  3. Involucrar a gestores, creadores y académicos sobre temas de preocupación colectiva.
  4. Diseñar y constituir alternativas para las demandas socioculturales y educativas.
  5. Diagnosticar y evaluar nuevas necesidades o problemáticas socioculturales, desculturizar aquellas pautas o prácticas que nos sumergen en un círculo vicioso.

 

Las políticas culturales adquieren sentido y congruencia desde la participación basada en la existencia de la diversidad y, en consecuencia, la pluralidad de las conductas, lenguas, tradiciones, intereses, significados, valores, patrimonio y, en general, de tareas a realizar. Así es como la participación sociocultural se diversifica y emergen múltiples agentes cuyas labores son muy variadas porque pueden movilizarse de la mera preservación de ciertos valores culturales o costumbres, pasando por su reproducción, desculturización y respectiva resignificación hasta lograr una transformación.

En ese entendido, la participación se manifiesta activamente al involucrar a los agentes en tareas específicas dentro de una comunidad o grupo social determinado, considerando que sus problemas y/o necesidades no sean homogéneos, ni iguales a los de otra realidad social, y mucho menos a las maneras de solucionarlas como copias universalizadas, es como dicen por ahí: “según el sapo es la pedrada”. Así que, apreciable lector/a, con base en esta breve descripción y explicación, le sugiero que indague en los discursos, en las formas, en los fondos y en los cimientos de las “propuestas” de todos los candidatos y candidatas, sus trasfondos ideológicos, sus intereses. Preste mucha atención a los procedimientos metodológicos para lograr lo que pregonan a diestra y siniestra. Ya no más pan y circo, merecemos una política cultural a la altura, que atienda lo que nos aqueja como sociedad y cuente con una metodología, que se nos exponga qué, dónde, cómo, cuándo, con qué, basado en qué, y un largo etcétera. Espero que esto le ayude a pensar críticamente en su elección, pues es nuestro derecho tener una vida digna y de bienestar.

 


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